11 de diciembre de 2014

Una multa en Budapest

¿Sabéis que en los países del este también hay revisores? Sí, ¿verdad? Pues yo también lo sabía y, aun así, decidí darle un poco de emoción al viaje y arriesgarme


En efecto, la cagué (la cagamos). 

Pero no voy a dramatizar. Después de una semana de estrés por mil trabajos de la universidad, prácticas y pruebas varias, lo que más me apetecía era un viaje así: un viaje que había organizado y pagado hace tiempo, donde puedes comprar medio país un rato por lo que valdrían unas copas en Pacha. Viajar así mola, incluso cuando tienes que afrontar veinticinco euros de multa en el metro. Es decir, 8000 huf (florines). O sea, una cena muy digna en Madrid (o lo que equivale a un piso céntrico en Budapest). Una pasada.

Y así de increíble fue dicho viaje desde el minuto uno... hasta el tres, cuando me di cuenta de que estaba enferma (no perturbada, eso ya lo sabía de antes, sino resfriada). De hecho, sospecho que ha sido por esa fatídica semana por lo que mis defensas se han visto reducidas y han obrado en mi contra. 

Sin embargo, no voy a negar que esta escapada ha sido un placer, en comparación con nuestros viajes de bajo presupuesto en los que nos alimentamos a base de bocadillos (hechos a base, a su vez, de embutidos españoles previamente envasados al vacío). 

Estos cuatro días hemos sido los reyes de Budapest, hemos comido en restaurantes; hemos asistido a visitas guiadas turísticas e incluso a las termas más famosas de la ciudad húngara. Para los curiosos, hablo del balneario Széchenyi. Aquí, de hecho, tuve que plantearme un gran dilema. Porque, veréis, lo que más mola de estas termas es que la mitad de las piscinas (todas ellas climatizadas) son al aire libre. Son súper originales, humean vapor y la temperatura media es de unos 38º C. Pero claro, antes de llegar al agua y tirarte en bomba, hay que dar un paseíto de unos veinte metros a 0º C. En bikini. Con mi resfriado. Y con un par de ovarios bien puestos.

Pero, a ver, no me voy a tragar cinco horas de avión (hicimos escala en Bruselas) y tres horas más de vuelta para no bañarme en unas putas piscinas ardientes en las nada más gélida de Hungría. Eso sí que no.

En fin, me gustaría seguir la tradición de Ámsterdam y relatar cada detalle desastroso de este viaje pero en realidad no fue tan mal. Jorge y yo recorrimos ambas partes de la ciudad a patita, casi de sol a sol (aunque esto no era muy difícil, ya que anochecía a las 4pm). Así conocimos la Basílica de San Esteban; El Puente de las Cadenas; el Parlamento; el Bastión de los Pescadores; el Castillo de Buda; Váci Utca; el barrío judío; los bares en ruinas, etc. 

Os dejo unas fotos para ver si os gusta tanto como me gustó a mí. 


Castillo de Buda visto a través de uno de los ventanales del Parlamento húngaro

Vistas de Buda desde Pest

Buda detrás de mi gordito


Otro monumento más en memoria de la masacre judía

Basílica de San Esteban al fondo

Una de las atracciones de uno de los más famosos bares en ruinas. Nótese que el bicho ha acaparado el primer plano.

Una silla muy original

Las vistas desde nuestra habitación 

Tipiquísimo vino caliente

Clara montada y tostadita

El típico dulce húngaro




























16 de noviembre de 2014

Las 7 maravillas que recuerdas si estudiaste en un colegio de monjas.

Sin duda, este título me podría inspirar una entrada tan larga como para abarcar hasta dieciséis años de mi vida (esto es casi un 80% de la misma). 

Porque resulta que la historia en mi colegio de siempre empezó desde muy pequeñita, con tan sólo dos años (para los incrédulos, entré antes porque no me meaba me comportaba y repetí el primer año para igualarme en edad al resto de compis) y además, luego hice bachillerato en otro colegio religioso también. Y eso que soy atea, porque si no ya habría fundado mi propia congregación.

Yo antes de ir por primera vez al cole.
Cualquiera diría que iba para monja. Pero no.
El caso es que muchos de nosotros, creyentes o no, hemos acabado en un colegio religioso porque nuestros padres pensaron que este tipo de colegio concertado sería mejor que uno público. Y seguro que todos vosotros tenéis unas cuantas experiencias en común, hayáis estudiado con monjas, con curas o con algún otro tipo de dementores.


He de reconocer que mi colegio se encuentra entre los más estrictos que conozco, tanto con las normas comunes como también con las más absurdas. Por eso os voy a dar una lista de cosas (siete, como los pecados capitales) que seguramente os sonarán u os recordarán a vuestra infancia. 





Religiosa: no se pueden llevar mochilas con ruedas, niño.
Súbdito: ¿por qué?
Religiosa: porque rayan el suelo. Y porque quiero jugar a un juego. Imagina que la clase es el Calvario y que tu mochila cargada de libros simula la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora debes arrastrarla por las putas escaleras del convento hasta clase para expresar tu devoción eterna hacia el Señor.



Religiosa: no puedes llevar pendientes llamativos, ni pulseras de colores, ni anillos vistosos, ni chaquetas de marca (de hecho, dame esa que llevas puesta, queda requisada hasta junio), ni coleteros provocativos... ¿Y esa sonrisa? No me gusta, quítatela también. Requisada hasta junio de 2018. Y reza diez Avemarías, por favor.


Las faldas siempre eran demasiado cortas. Aunque reconozco que en esto, las monjas tenían razón. Porque yo recuerdo que todas nos cortábamos las faldas para no parecer tan monjas frikis. ¿Os acordáis? O si tus padres eran muy plastas con el tema (como mi madre lo era), cogías y te la remangabas cuatro dos vueltas. La otra opción consistía en llevarla al costurero sin dar parte y que la falda se viese ampliamente reducida de una semana a otra (con ello no quiero decir que esto fuera lo que yo hice, pero fue exactamente lo que pasó.

Mi falda antes de verse accidentalmente reducida.

El patio se convierte en un solárium durante el recreo del mediodía. En mi colegio se han llegado a ver toallas de playa y cremas de protección solar. De hecho, mis amigas y yo nos pasábamos los recreos de primavera así.

La oración de la mañana. Sí, exacto. ¿Quién no recuerda con cariño este momento del día en el que todos los compañeros se reunían para escuchar en clase la oración de cada día? En mi colegio, además, existía la variante de la reprimenda del día. Es decir, que si los de un curso habían tirado una bomba fétida, todo el colegio tendría que escuchar lo demencial y lo grave que es el asunto antes de comenzar el día. Y así también nos recordaban que no estaba permitido que las parejitas del colegio se dieran el lote en el patio, o que el pan del comedor no se tira, o que en el baño no se fuma, o que el pescado no debe esconderse en los leotardos para sacarlo del comedor de contrabando. 



Las salidas culturales que, en ningún caso, serían entendidas como excursiones. Esas actividades que nos permitían pasar por un día del uniforme reglamentario y lucir nuestros mejores outfits que, os recuerdo, se quedaban bastante lejos del buen gusto (o por lo menos en mi caso). Eso sí, olvídate de llevar deportivas, faldas cortas, escote, móvil, aparatos tecnológicos o cualquier otro tipo de instrumento potencialmente divertido.

El que no coma en veinte minutos, limpia todas las mesas del comedor. Y allí estabas tú pasando, con no poco asco/desprecio, ese mugriento cepillo por todas y cada una de las verdes y grandes mesas del comedor. Qué delicia, qué regalo para los sentidos y qué pedazo de incentivo para engullir como un endemoniado.

En fin, que cada colegio imagino tendrá sus peculiaridades. Pero el mío daba para largo, ya te digo.

Sin embargo, no se nos ve tan infelices en esta foto, ¿verdad? Si los cubos de basura de detrás ni el baño de los chicos acaba por quitarnos la sonrisa, supongo que algo estarán haciendo bien.

Espero no ser víctima de vuestras quejas y lamentos cuando veáis esta foto, que salís todas estupendas.



20 de octubre de 2014

Carreras con salidas

¡Buenos días, tardes o noches!

¿Os acordáis de aquel momento en el que tuvisteis que elegir la carrera que ibais a estudiar
¿Quién no recuerda las expectativas de aquel bachillerato científico? 
¿Cuántos de nosotros quisieron ser psicólogos de perros, veterinarios, inventores, médicos, etc?
¿Cuántos soñaron con su primera entrevista?


Pues sí, seguro que muchos de vosotros sabéis de lo que hablo (sobre todo aquellos que estudiaron Física y Química por separado para acabar haciendo una carrera de Ciencias Sociales o incluso de Humanidades para acabar siendo precarios becarios después).

Y yo, creo, soy el mejor ejemplo de esto que os comento. ¿Por qué? Porque veréis, con diecisiete años tenía más bien poco claro lo que quería hacer con mi vida. Así que pensé que quería estudiar Periodismo porque siempre me ha encantado escribir y criticar. Y qué habría mejor que estudiar lo que uno guste para acabar trabajando en un entorno de ensueño

Pero no. El destino quiso jugar conmigo y, tras rebelarme contra el nuevo sistema selectivo (no me presenté a ninguna optativa a pesar de haber tramado geniales planes para aprobar Dibujo Artístico*, no llegué a alcanzar la primera opción en mi carta de solicitud de estudios. 

Ni tampoco llegué a la segunda opción.

Ni a la tercera.

Ni a la cuarta.

Ni a la quinta.

Ni a la sexta.

Pero sí a la séptima opción: oh, sí. 

Qué bien te recuerdo Doble Grado en Ciencias Políticas y Sociología. Te recuerdo tras aquel batiburrillo de Grados en Enfermería, Periodismo y Audiovisuales y antes de aquel en Física u Optiometría. 

¿Indecisa, habéis dicho? ¿Yo? ¿Qué? ¿Quién?


La cuestión es que me tocó aquel maravilloso y mísero Doble Grado que ni Cristo conocía. Aquella carrera que ni yo conocía. Porque yo jamás pensé que acabarían asignándome mi séptima opción, qué voy a decir. Y, además, yo no había salido jamás de mi barrio. Y tendría que ir hasta Getafe cada día a partir de aquel septiembre. Locura.

Y empezó el curso y así conocí a varios compañeros de la Carlos III. Qué difícil decisión fue la de rechazar la plaza de Periodismo en la Complutense que me ofrecieron a principios de octubre. Así fue como acabé justo donde estoy ahora mismo, en el último curso de este Grado que brinda una variopinta gama de conocimientos inútiles transversales siempre que estés dispuesto a ello(s). 

Tampoco me he convertido en una nueva persona decidida a día de hoy. A menudo, mis inquietudes son tan diversas que me sobrepasan. ¿Dónde acabaré? ¿Me venderé al mejor postor? ¿Acabaré siendo un tiburón? Lo sabré dentro de algunos meses, cuando el tiempo y otras cosas me echen una mano en la toma de decisiones.

Espero que mi historia sobre la séptima opción atenúe vuestras frustraciones. No es para menos.

Se despiden, por un lado, una enfermera y periodista frustradas y; por otro, una politóloga/socióloga orgullosa.





*Plan infalible para aprobar la optativa "Dibujo Artístico" a la que nunca me presenté: comprar determinado estupefaciente para generar inspiración artística recóndita en las entrañas de mi cerebro.
**Error infalible número 1: olvidar la etiqueta de tu nombre para el examen.
***Error infalible número 2: fumarse la inspiración antes de tiempo.